Mérida
Con papá vamos todos a la playa
DE LAS COSAS COMUNES
Por Gínder Peraza Kumán
(A manera de complemento por el Día del Padre.)
El recuerdo más antiguo que tengo de mi padre se sintetiza en mi mente con una imagen. Son los días de inicio del curso escolar con doña Manuelita, una adorable señora soltera que creó un pequeño jardín de niños, a los que enseñó a rezar, leer y escribir mediante un método que, según me contó ella muchos años después, trajo a Dzilam González después de aprenderlo de unas monjas en Mérida. En la imagen grabada en mis recuerdos mi padre está sentado en la silla pequeña que llevó para que me sirva en las clases y así poder inscribirme. Él sentado y yo de pie, me abraza con intención protectora mientras platica con la maestra y se ponen de acuerdo sobre el pago mínimo que tiene que hacer por mi educación.
Papa Venancio me quería mucho y quería que estudiara hasta lograr una carrera profesional. Las buenas calificaciones que siempre o casi siempre conseguí eran su orgullo y no estaba dispuesto a aceptarme como un estudiante mediocre. Perdóneme usted la presunción, como diría mi compadre Pepe, pero terminé la primaria con las más altas calificaciones, así que ya se imaginará la reacción de mi padre cuando en el primer mes de la secundaria saqué ¡un 6! en matemáticas, yo que había sido campeón de zona en sexto año y había ido a la Ciudad de México a tomarme una foto con el presidente Gustavo Díaz Ordaz, junto con otros “estudiantes distinguidos” del estado.
Cuando ese seis apareció en mi boleta mi papá me dio una regañada de muy padre y señor nuestro, y culpó de mi bajo rendimiento a “esa noviecita que te anda distrayendo”. En mi segundo mes en la secundaria saqué otro seis en matemáticas y entonces mi papá ya no se molestó: simplemente dejó de hablarme y eso me dolió más. Puse mi mejor esfuerzo el resto del curso y acabé esa materia y todas las demás con un promedio general de 9.9. Por esa experiencia no olvido su consejo de siempre “hacer las cosas bien para que nadie te diga nada”.
Regañón y exigente como era, papá Venancio quería a sus nueve hijos por igual, aunque a estas alturas me gustaría creer que fui su favorito, entre otras cosas porque fui el primero.
Se lanzaba todos los días a la calle a conseguir el mejor sustento posible para sus hijos, y cuando estaba en casa éramos el centro de su atención. Es inolvidable una mañana cuando nos dijo “ahora yo les voy hacer el desayuno”, y cocinó algo que nunca antes habíamos probado: hot cakes, que había aprendido a hacer cuando fue cocinero en un barco. Nos dejó mirar el proceso, para el cual utilizó una vieja cafetera desde la que vertía al comal el líquido que se convertía enseguida en una tortillita sabrosa a la que le ponía mantequilla y miel.
Don Venancio no era un papá cualquiera, era respetado en el pueblo, aunque por su fuerte personalidad tenía dos o tres detractores, a los que poco caso hacía. Su principal ocupación era atender a sus hijos, y muchos domingos nos llevó a la playa. Lavaba su camioncito y nos lanzábamos todos a Dzilam Bravo, muy temprano porque no le gustaba que nos asoleáramos mucho, y a eso de las 11, luego de divertirnos en el mar, recalábamos en el “salón familiar” del bar de don Vado, donde él se tomaba dos o tres cervezas y nosotros nos dábamos gusto con el pescado frito, carne molida, tostadas y otras sabrosuras con que nos obsequiaba ese veterano porteño que era su amigo.
Se acabó el espacio. Otro día les sigo hablando de los recuerdos de mi Macondo personal.
(Publicado inicialmente en el periódico PUNTO MEDIO el domingo 17 de junio –Día del Padre– de 2018.)